El debate público sobre la titularidad de derechos en cabeza de los animales no humanos es, sin duda, uno de los más actuales e interesantes de la teoría jurídica. Su móvil es un creciente cambio ideológico y cultural en todo el mundo, que le reclama al derecho nuevas formas de considerar y tratar a los demás animales.
Este cambio se refleja en los movimientos animalistas y en prácticas culturales respetuosas de la vida y dignidad de otros seres sintientes, como el veganismo. También en el litigio estratégico que adelantan colectivos de abogados en representación de los intereses fundamentales de algunos animales, mediante acciones como el habeas corpus. Y, por supuesto, en hallazgos científicos que demuestran las asombrosas capacidades cognitivas, mentales, sociales, e incluso morales, de muchas especies de animales, especialmente vertebradas.
Estos hallazgos nos recuerdan que nuestras diferencias con los demás animales sintientes son de grado, y no de tipo, como lo dijo hace un poco menos de dos siglos el autor de la teoría de la evolución.
Frente a estos reclamos, el derecho ha respondido con normas nuevas que ordenan acciones de protección a los animales en su condición de seres capaces de sentir. De hecho, este atributo es común a las leyes de bienestar animal que han sido sancionadas o reformadas en quince países de América Latina, incluido Colombia, en el curso de los últimos doce años.
Sin embargo, como lo analizo en un artículo publicado recientemente, estas normas han tenido un corto alcance y muchas dificultades en su implementación, además de haber dejado desprotegidos a la mayoría de los animales que son víctimas de las peores formas de crueldad: aquellos que son explotados por la industria alimentaria, y los utilizados en experimentos o en crueles prácticas “culturales”.
Por eso, el derecho constitucional se ha convertido en un escenario fecundo para tramitar la profunda discusión sobre los derechos de los animales. Al fin y al cabo, en este foro es donde “la comunidad política democrática discute las reglas básicas de su pacto social, quiénes son miembros relevantes de ese pacto, y cuáles son sus derechos fundamentales”, como dice Diego López.
¿Por qué los humanos sí y los otros animales no?
En este escenario, el debate se ha planteado alrededor de las preguntas que formuló la Corte Constitucional de Colombia en la audiencia pública sobre la revisión del habeas corpus solicitado para el oso Chucho, a saber:
¿Cuáles son los atributos determinantes para definir a un individuo o entidad como titular de derechos?
¿Es posible sostener, desde la teoría constitucional, que los animales son titulares de uno o varios derechos?
¿Cuál sería el contenido de estos derechos, y qué ventajas o desafíos supondría encauzar la protección animal a través de acciones soportadas en la titularidad de derechos?
Una respuesta general a estas preguntas puede resumirse así:
Por una parte, no hay nada intrínseco en el derecho —que es una construcción teórica y social— que impida reconocerles y garantizarles derechos fundamentales a los animales sintientes;
Por otra, los fundamentos teóricos de la exclusiva titularidad de derechos en cabeza de los seres humanos (animales de la especie Homo sapiens) son controvertibles. Las resistencias para garantizarles a los animales la protección de sus intereses más elementales —como la libertad corporal y la integridad física— provienen del antropocentrismo moral y de la economía cimentada en su explotación.
Los seres humanos con limitaciones en sus capacidades intelectuales (con respecto al estándar) tienen un interés en preservar su vida y su libertad, al igual que los demás. Por lo tanto, esos intereses deben ser protegidos mediante derechos.
A la misma conclusión deberíamos llegar con los animales no humanos, y otorgar las mismas garantías para proteger los intereses de los seres sintientes que tienen similares capacidades cognitivas a las de los humanos “limitados” o “marginales”.
De lo contrario, podrían cuestionarse los derechos de los humanos en esta condición o, simplemente, aceptarse que los derechos son patrimonio exclusivo de los seres humanos por una decisión arbitraria. Es decir, que el derecho discrimina a los animales no humanos por el simple hecho de pertenecer a especies distintas a la Homo sapiens. En una palabra, que el derecho es especista.
Otro de los argumentos que han esgrimido los opositores al planteamiento de derechos para los animales, desde la teoría contractual de la justicia, es que solo quien tiene deberes es susceptible de tener derechos.
Pero tal como sucede con muchos seres humanos, no necesariamente quien es titular de derechos es titular de obligaciones. En Las fronteras de la justicia, Martha Nussbaum observa que quien hace la justicia y el sujeto para quien se hace la justicia no tienen por qué coincidir.
Como dice Nussbaum, podemos crear una teoría de la justicia en la que “muchos seres vivos, tanto humanos como no humanos, sean sujetos primarios de la justicia, aunque no tengan capacidad para participar en el procedimiento por el que se escogen los principios políticos”. Los animales sintientes, como los humanos “limitados”, son pacientes morales. Esta condición, lejos de restarles valor e importancia a sus intereses fundamentales, los acrecienta debido a su vulnerabilidad.
¿Qué derechos tienen y cómo garantizarlos?
Reconocer derechos básicos en cabeza de los animales sintientes no supone ninguna amenaza para los derechos humanos.
Como lo precisó el magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Luis Armando Tolosa Villabona, autor de la sentencia que admitió la acción de habeas corpus a favor del oso Chucho, los derechos de los animales son los “correspondientes, justos y convenientes a su especie, rango o grupo”.
Es decir, el ordenamiento jurídico debe reconocer los derechos necesarios para amparar la situación particular en la que se encuentra cada individuo, de la forma más efectiva para proteger su existencia y su bienestar.
Como lo propone Roger Galvin, estos derechos pueden ser los siguientes:
el derecho a vivir sus vidas de acuerdo con su naturaleza, instintos e inteligencia;
el derecho a vivir en un hábitat ecológicamente adecuado;
y el derecho a vivir libres de explotación.
A esa lista se podrían añadir los derechos a la integridad física y a la libertad corporal, como lo propone Steve Wise. O como lo plantea Nussbaum, con empatía y sencillez, los derechos que les garanticen el desarrollo de sus capacidades básicas, es decir, “aquellas que son más imprescindibles para llevar una vida floreciente y merecedora de la dignidad propia de cada criatura”.
Por último, el hecho de que los animales sintientes no tengan la capacidad material y jurídica para reivindicar sus derechos no significa que deba prescindirse de su garantía. Lo característico de un derecho no es que su titular pueda reclamarlo, sino que algún sujeto con capacidad jurídica de obrar pueda hacerlo en beneficio de aquel. Esto se resuelve mediante la figura de la representación.
Demostrada la endeblez de los argumentos teóricos según los cuales los animales humanos son los únicos individuos con capacidad para tener derechos, vale decir que no habría impedimento alguno para encauzar la protección de los intereses fundamentales de los animales sintientes no humanos a través de acciones soportadas en la titularidad de derechos.
En este sentido, los mayores retos para el derecho son:
Primero, definir el contenido de unos derechos fundamentales, es decir, los que le permitan a cada animal sintiente llevar una vida merecedora de la dignidad propia de cada criatura, aún dentro de un esquema de progresividad;
Y segundo, definir mecanismos de protección legal eficientes y garantistas de estos derechos ¿Por qué no el habeas corpus para los animales que poseen “rasgos de humanidad”, por ahora, o la tutela en su versión de ordenación de medidas estructurales y encausada por actores específicos?