En julio de 2017, medios nacionales registraron como hecho histórico la decisión de la Corte Suprema de Justicia de admitir un habeas corpus en favor de Chucho, un oso andino. Obviamente, la decisión generó controversia entre quienes afirman que los únicos sujetos de derecho son los humanos y quienes consideramos que el derecho debe reconocer y proteger los intereses de los demás animales sintientes. Sin embargo, la decisión fue anulada. Según el juez, aunque la Corte Constitucional ha pregonado la existencia de un mandato superior de protección a los animales, este no se traduce en una garantía fundamental en cabeza de ellos ni en su exigibilidad.
En otro caso, una jueza argentina que seis meses antes había tutelado el derecho de la chimpancé Cecilia a la libertad corporal y ambulatoria, reclamado por la misma vía, sostuvo una posición contraria. Afirmó que los animales son “sujetos de derecho no humanos” en virtud de sus capacidades, y protegió el derecho de Cecilia “a nacer, vivir, crecer y morir en el medio que le es propio, según su especie”. Este mismo tipo de litigio estratégico viene siendo desarrollado por el Nonhuman Rights Project en Estados Unidos, cuyos clientes, primates y elefantes, son defendidos como “personas no humanas”.
En esta perspectiva se alinean unas cincuenta sentencias de tribunales latinoamericanos de diez países, emitidas en los últimos veinte años. Son fallos sobre usos de animales en entretenimiento y prácticas culturales crueles (corridas de toros, peleas de gallos, etc.), tenencia de animales silvestres, condiciones de cautiverio en zoológicos, sacrificio de animales de compañía y experimentación en animales, entre otros escenarios de conflicto.
Los mecanismos judiciales usados en defensa de los animales son igualmente diversos. Incluyen: acciones de amparo, acciones populares, habeas corpus y demandas de inconstitucionalidad, entre otros. Además, quince países de la región cuentan con leyes de protección y bienestar, cuya común definición de animal es la de “ser sintiente”.
Ciertamente, el derecho viene cambiando su manera de concebir y tratar jurídicamente a los animales no humanos. Varios argumentos fundamentan este cambio. Primero, es absurdo insistir en mantener a los animales en la categoría jurídica de las cosas. Estas son objetos inanimados, mientras que los animales son seres vivos. Además, la posesión de un sistema nervioso hace que todos los vertebrados (y algunos invertebrados) sean individuos sintientes. A esto se suman las constataciones sobre sus complejas capacidades, incluyendo la conciencia.
Por lo tanto, un animal es alguien que experimenta la vida en él mismo y tiene interés en vivirla conforme a la norma de su especie, como nosotros. Al fin y al cabo, nuestras diferencias son de grado, no de tipo.
Segundo, los criterios sobre los cuales se ha edificado la creencia de la exclusividad humana en el derecho son arbitrarios y tienen fisuras. Las capacidades de razonamiento y agencia moral, que fundamentan la dignidad o el derecho a tener derechos desde el punto de vista de las teorías contractuales de la justicia, no son compartidas por todos los humanos.
En efecto, decidir que solo nosotros somos seres dignos evidencia el antropocentrismo moral del derecho. O sea, la creencia de que nuestros intereses son los únicos que cuentan por la mera pertenencia a la especie Homo sapiens, mientras que los demás animales están a nuestra disposición. En cambio, la capacidad de sentir es un criterio umbral que acoge, sin excepción, a los animales dotados de esta capacidad, incluyendo al universo de los humanos. Finalmente, ¿qué relación guardan el interés en no sufrir con la capacidad de multiplicar?
Tercero, el derecho es una construcción social dinámica y evolutiva, capaz de adecuarse a los cambios culturales. No hace mucho que la Vindicación de los derechos de la mujer (1792), de Mary Wollstonecraft, fue recibido como un “disparate en zancos”. De hecho, Thomas Taylor publicó la sátira Vindicación de los derechos de los brutos para ridiculizar la idea de reconocerles derechos a las mujeres.
Su exclusión del derecho, así como la de los negros y los indígenas fue normal en su momento, al igual que su tratamiento como cosas en propiedad. No hay nada inherente al derecho que le impida expandir la doctrina jurídica para incluir a nuevos sujetos. Solo la rigidez formalista aliada a una postura conservadora pueden explicar el celo de los guardianes del derecho tradicional.
Por último, no se trata de otorgarles a los animales no humanos los mismos derechos; más bien, de reconocerles y garantizarles los inherentes a su condición de seres sintientes. En otras palabras, los que amparen la particular situación en la que se encuentren, como señaló la jueza argentina. O, en los términos que usó el juez que pretendió liberar a Chucho del cautiverio, “los correspondientes, los justos y convenientes a su especie, rango o grupo”.
Por supuesto, ello exigiría flexibilizar la perspectiva de que para ser sujeto de derechos es preciso ser sujeto de deberes. Al igual que sucede con los niños, reconocerles a los animales derechos no implica asignarles, recíprocamente, deberes. Se puede ser paciente moral, sin ser agente moral. Lo mismo en cuanto a la posibilidad jurídica de obrar.
Estos y otros cuestionamientos desafiantes para la teoría jurídica vienen nutriendo el naciente derecho de los animales, cuya columna vertebral es la sintiencia. Para consolidar esta transformación jurídica, es preciso que la reivindicación de los derechos de los animales sea comprendida y asumida como lo que es: una lucha política por la compasión, la justicia y la igualdad.