El 7 de junio, en pleno evento político en Bogotá, el precandidato presidencial Miguel Uribe fue víctima de un atentado a tiros. Hoy, su estado de salud es de extrema gravedad y su pronóstico sigue siendo reservado. Que esto ocurra en la capital del país, contra una figura reconocida, no es un hecho aislado: es el síntoma más reciente de una crisis nacional que se profundiza mientras el gobierno guarda silencio o desvía la atención con discursos o eventos desconectados de la realidad.
Una retórica peligrosa.
Este ataque no es casual. Es el resultado de una retórica violenta y polarizante promovida desde las altas esferas del poder. El presidente ha normalizado tratar de “nazi” o “paramilitar” a quien no comparta su línea ideológica, utilizando sus redes sociales y peor aun, canales y medios oficiales pagados con nuestros impuestos. Esa demonización sistemática no sólo erosiona la democracia: siembra odio y ese odio inevitablemente deriva en ataques como el que presenciamos.
Otro fracaso del Gobierno.
El caso tiene un elemento que lo hace aún más grave: el autor intelectual del atentado es un menor de 15 años. Sí, un adolescente le disparó en la cabeza a un precandidato presidencial.
Que un joven de esa edad esté involucrado en un intento de asesinato político expone, sin matices, el fracaso absoluto de las políticas públicas de este gobierno. Paz, educación y oportunidades para los jóvenes: eran algunas de sus banderas de campaña. Hoy, con un menor armado atentando contra un líder de la oposición, queda claro que esas promesas no fueron más que papel mojado, diseñadas para ganar votos de jóvenes manipulables e ignorantes de una realidad mucho más compleja y profunda, que difícilmente se comprende desde una aula de clases de una universidad en Bogotá.
¿Y las elecciones del 2026?
Las investigaciones están en curso, y es urgente que se desarrollen con independencia, rigor y rapidez. Pero el daño ya está hecho: el Estado no pudo evitar que esto ocurriera en la ciudad más custodiada del país. ¿Qué pueden esperar entonces los candidatos de partidos opositores en municipios apartados, donde hoy manda la guerrilla por acción u omisión del gobierno? y sobre todo ¿Qué garantías existen para que se den las elecciones de 2026?
“Autoatentado”
La reacción institucional fue igual de alarmante. Mientras Miguel Uribe era trasladado en estado crítico, los bodegueros —defensores digitales del presidente Petro— comenzaron a mover en redes sociales, sin pruebas, la narrativa del autoatentado. Sí, para ellos, dos disparos a la cabeza formaban parte de un montaje político para desprestigiar al mandatario. Esta afirmación no solo es infame y ridícula, es profundamente peligrosa: deslegitima el atentado, deshumaniza al herido y aumenta la creciente polarización del país. Muchos de estos bodegueros, cabe recordar, ocupan cargos públicos pagados con los impuestos de todos los colombianos y no cumplen con la idoneidad para estar en los cargos que ostentan.
En medio de silencio y divagaciones.
Otro aspecto llamativo e inquietante, fue el silencio presidencial. En lugar de ofrecer una condena clara, el presidente optó por divagar. En una alocución habló de Hegel, del Caribe, de Cien años de soledad, de los árabes, incluso tartamudeando en ese idioma. De todo, menos de lo esencial. Bastaba una frase simple: “Condenamos este hecho y pondremos todo el aparato del Estado para dar con los responsables”. No la dijo. No quiso. No pudo.
La gravedad de lo que estamos viviendo no admite matices. Colombia está al borde de perder su institucionalidad. La criminalidad no solo opera con impunidad: está siendo premiada. Recordemos que este gobierno ofreció subsidios mensuales de un millón de pesos a delincuentes a cambio de “no matar”. ¿Qué mensaje se le envía al ciudadano honesto?, ¿Al campesino que trabaja? o ¿Al joven que estudia en lugar de delinquir?
Más allá de la inseguridad.
A lo anterior se le suma un deterioro económico cada vez más evidente. La carga tributaria asfixia a las pequeñas empresas, el costo de vida es cada vez más alto, faltan medicamentos en los hospitales (cosa que no pasó ni en la pandemia). Este gobierno ha fallado en todas sus tareas básicas y cuando la presión social crece, responde con cortinas de humo: conciertos, discursos ideológicos rebuscados y marchas financiadas a las que solo van indígenas, sindicalistas y estudiantes obligados. Un país en crisis no necesita este circo, necesita liderazgo.
Cada conversación con amigos o familiares termina igual: con preocupación. Pero la desesperanza no puede ser el último capítulo. Colombia no está condenada, pero sí está en peligro. La indiferencia es el mayor aliado del desgobierno y no basta con estar preocupados: hay que actuar, hay que decirlo todo, hay que exigir lo que nos están arrebatando.
Porque lo que está en juego no es solo una elección, es nuestro país.